
XXIII DOMINGO ORDINARIO
12 de octubre de 2025
En medio de las adversidades que los seres humanos tenemos que enfrentar en el transcurso de nuestra vida, muchos de nosotros perdemos la esperanza sintiendo que nuestra situación es la más lamentable: en la enfermedad, sentimos que no existe dolor como nuestro dolor; en la pobreza, sentimos que no hay situación más miserable que la nuestra; en los conflictos familiares o laborales, sentimos que el mayor peso es el que nosotros tenemos que soportar. Y viendo las cosas de esta manera, con facilidad perdemos la esperanza sintiendo que la vida se termina, que no tenemos posibilidades para levantarnos y continuar el camino, y así, nos consideramos los seres más desechados sobre la tierra.
No obstante, debemos recordar que aún en medio de las dificultades, el Señor camina con nosotros, animándonos, para ponernos de pie y levantarnos de aquellas situaciones que nos duelen y nos inquietan. Por eso, debemos buscar y mirar continuamente al Señor que hace camino a nuestro lado. Esta es la invitación que hace el apóstol Pablo a Timoteo: «Recuerda a Jesucristo, resucitado de entre los muertos» (2Tim 2,8). Esta es la clave para no perder la esperanza en la adversidad: recordar a Jesucristo el hijo de Dios, el que nació y vivió haciendo el bien a sus hermanos, el mismo que después de su muerte resucitó para demostrarnos que la muerte no tiene la última palabra; en medio de nuestros dolores, acordémonos de Jesucristo. Y él renovemos nuestra fe, sabiendo que él nos asiste y nos acompaña en cada momento de la vida.
Me parece que esto lo entendieron los leprosos que un día se presentaron ante Jesús (cfr. Lc 17, 11-19). Diez hombres enfermos de la lepra, habiendo escuchado hablar sobre Jesús toman la determinación de acercarse a él para pedirle con insistencia que tuviera compasión. Hemos de recordar que la situación de los leprosos en el ambiente de Jesús era sumamente lamentable, no sólo estaban afectados por las heridas de la piel, la pérdida de sensibilidad, el daño neurológico, la debilidad muscular y las deformidades en sus miembros, sino que tenían que soportar el señalamiento de una sociedad religiosa que los definía como impuros y el dolor emocional de haber sido separados de sus familias; los leprosos, debido a la gravedad de su padecimiento y a la falta de una cura y tratamiento, vivían prácticamente sepultados en vida. Este era el destino que debía soportar un leproso: vivir en el abandono y en la soledad una lenta agonía hasta expirar el último aliento. No obstante, parece que aquellos leprosos que se acercan a Jesús no se conforman a vivir esta situación; saben que su situación es complicada, pero no permiten que disminuya su esperanza. Por eso, habiendo escuchado hablar de Jesús y de las obras extraordinarias que realizaba en bien de los más necesitados, toman la determinación de salir a su encuentro para clamarle: «Jesús maestro, ten compasión de nosotros». Jesús, después de escucharlos, se detiene y los mira con misericordia invitándolos a cumplir con lo que estaba estipulado en la ley. Mientras van de camino con los sacerdotes, que eran los únicos autorizados para decretar la curación, constatan que su carne ha quedado sana. Se acercaron a Jesús para obtener el remedio a su necesidad y su súplica fue escuchada.
Como los leprosos, en medio de las dificultades que podamos experimentar en la vida, acerquémonos a Jesús con la misma confianza de aquellos enfermos y repitámosle con insistencia: «Jesús maestro, ten compasión de nosotros». En medio de las enfermedades, supliquemos: «ten compasión de nosotros»; en medio de la pobreza repitamos con insistencia: «ten compasión de nosotros»; en medio de los problemas en la familia y on los compañeros de trabajo, clamemos a Jesús: «ten compasión de nosotros». Dejemos que él mire compasivamente nuestras miserias y comience a actuar en favor nuestro.
Y cuando experimentemos la obra que el Señor va a realizando en nosotros, volvamos a agradecidos como el leproso de Samaria que, antes de ir a abrazar a sus seres queridos y retomar sus actividades ordinarias, se presentó ante Jesús para alabar a Dios por todo el bien que había obrado en él. También nosotros alabemos a Dios y reconozcamos todo el bien que hace nuestra vida; no seamos como los otros nueve leprosos que, después de obtener el favor de Dios, se fueron a retomar sus actividades, olvidándose de aquel que había restaurado su salud y les había hecho recobrar el sentido.
En medio de las tribulaciones de nuestra vida, acerquémonos a Jesús y como los leprosos, digamos con insistencia: «Jesús maestro, ten compasión de nosotros». Dejemos que su amor y misericordia restauren nuestra vida y volvamos agradecidos ante él, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
P. Eloy de San José, C.P.


