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XXVII DOMINGO ORDINARIO

5 de octubre de 2025

A pesar de la fe que decimos tener en nuestra vida, cuando aparecen las tribulaciones, sentimos que el camino se desvanece, las ilusiones se acaban y la posibilidad de continuar adelante simplemente se trunca. Cuando vienen las adversidades muchos de nosotros perdemos fácilmente la fe. Y eso se nota, no sólo en el desánimo que experimentamos en el interior, sino en los clamores que, con desesperación, elevamos a Dios. Solemos decir: «¿Hasta cuándo tendré que suplicar para obtener una respuesta?» «¿Hasta cuándo tendré que sufrir para que Dios se apiade?» «¿Hasta cuándo tendré que soportar mi llanto para alcanzar su misericordia?» «¿Hasta cuándo?».

 

Así también reaccionó el profeta Habacuc, quien vivió en el Reino de Judá en torno al año 600 a. de C., en una época marcada por la corrupción moral de las autoridades de Israel que ocasionaban injusticia para los habitantes de la nación e innumerables brotes de violencia que terminaban con la vida de inocentes. Ante este panorama y en medio del llanto de muchos, el profeta clama a Dios con suma desesperación: «¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me escuches y denunciaré la violencia que reina sin que vengas a salvarme?» (Hab 1,2). Con estas palabras, el profeta está presentando el clamor de un pueblo que, dada la situación, había perdido toda su esperanza. Como el profeta, ante la situación tan lamentable, muchos podrían haberse cuestionado: ¿Dónde está el Dios que sacó a nuestros padres de la esclavitud, abriendo el Mar Rojo para que pasaran sin mojarse? ¿Dónde está ese Dios que, durante la travesía en el desierto, hizo brotar el agua de la roca para saciar su sed? ¿Dónde está el Dios que, cuando sentían hambre, hacía descender el maná y enviaba las codornices para que se alimentaran? ¿Dónde está ese Dios que pactó una alianza con nuestros padres comprometiéndose a ser nuestro protector en medio de las tempestades de la vida?

 

Como el profeta, también nosotros cuando experimentamos situaciones dolorosas, le hemos dicho al Señor: «¿Hasta cuándo vendrás a calmar nuestros sufrimientos?»; en medio de nuestras enfermedades, clamamos diciendo: «¿Hasta cuándo, Señor, nos traerás la salud para calmar nuestros dolores?»; en la pobreza, cuando sentimos que el salario no es suficiente para dar una vida digna a nuestros seres queridos, también le hemos dicho: «¿Hasta cuándo, Señor, escucharás nuestras súplicas, y nos permitirás tener los recursos suficientes para ver por los nuestros?»; o en medio de los problemas que tenemos con quienes nos rodean, le hemos dicho, desesperados: «¿Hasta cuándo, Señor, nos traerás la armonía para tener una buena relación con los demás?». En medio de nuestros cuestionamientos, sería conveniente recordar la respuesta que Dios le dio al profeta Habacuc, después de que presentara sus inquietudes: «El justo brillará por su fe» (Hab 2,4); es decir: si en medio de las tempestades conservas la fe, te mantendrás firme sabiendo que Dios está siempre actuando a tu favor.

 

La fe no es simplemente la acepción de aquellas verdades que no podemos constatar por medio de los sentidos; no es tampoco la adecuación a una serie de doctrinas o lineamientos morales; la fe es ante todo, la confianza absoluta en el Señor. En este sentido, la fe nos debe llevar a descansar en las manos del Señor, sabiendo que con él, ninguna tempestad podrá frustrar el curso de nuestro vida. En palabras del Salmo 130, diríamos que la fe consiste en abandonarnos en Dios como «el niño en brazos de su madre». 

 

¿Qué debemos hacer pues, aunque creemos en Dios, ante las tormentas de la vida nos tambaleamos y clamamos con desesperación? En estos momentos, será conveniente recordar la súplica que los discípulos presentaron a Jesús: «Aumenta nuestra fe» (Lc 17,5). Si descubrimos que claudicamos ante la adversidad, con mayor insistencia pidamos a Dios que aumente nuestra fe. Cuando los dolores por la enfermedad sean tales que no los podamos soportar, digamos al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!». Cuando sintamos que nuestra pobreza nos impide desarrollarnos o veamos que se acaban las oportunidades, clamemos al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!». Cuando veamos que hay conflictos con nuestros seres queridos o en el ambiente laboral donde nos encontramos, digamos al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!». Cuando, desesperados veamos la crisis de violencia que va en aumento, pidamos al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!». En cualquier adversidad, cuando sintamos que se nos termina la esperanza, imploremos con insistencia al Señor: «¡Aumenta nuestra fe!».

Que estas palabras de los apóstoles se conviertan en nuestra oración cotidiana para que así, a pesar de las dificultades que encontremos en la vida, podamos confiar en el Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

P. Eloy de San José, C.P.

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