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XXIX DOMINGO ORDINARIO

SOLEMNIDAD DE SAN PABLO DE LA CRUZ

19 de octubre de 2025

Fieles a las recomendaciones que hemos recibido desde la infancia, muchos de nosotros, cuando enfrentamos una adversidad, volvemos la mirada a Dios para solicitar su ayuda, presentándole aquellas inquietudes que nos afectan interiormente. Es bastante bueno que nos acerquemos a Dios para darle a conocer nuestras necesidades; no obstante, también deberíamos acercarnos a él en los momentos de mayor felicidad. Parafraseando el rito del matrimonio, conviene señalar que a Dios lo hemos de buscar en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad, en las alegrías y en las tristezas; en todo momento deberíamos buscar a Dios para presentarle las distintas situaciones que estamos viviendo. Cuando volvemos la mirada a Dios hacemos oración y cuando vivimos continuamente en su presencia convertimos nuestra vida en una perene oración.

 

Como nos enseñan los relatos bíblicos, es necesario orar siempre y sin desfallecer (cfr. Lc 18,1), aun cuando el cansancio y el desánimo se presente en nuestra vida (cfr. Ex 17,12). Y el mismo Jesús, con su vida, nos muestra la necesidad de orar continuamente. Por ello, como señalan los relatos bíblicos, se retiraba con frecuencia para estar a solas en la presencia del Padre celestial: antes de realizar una acción extraordinaria o ante las decisiones más importantes de su misión, como la elección de sus discípulos. Pero no son los únicos momentos; de hecho, sería conveniente recordar un episodio crucial en el que se retira para estar en la presencia del Padre: la oración en Getsemaní. De acuerdo con los relatos, después de la última cena, Jesús se retiró, acompañado de los discípulos, a la soledad del huerto de los olivos (cfr. Mt 26, 36-46; Mc 14, 32-42; Lc 22, 39-46). Y ahí, sintiendo desesperación por lo que estaba por suceder, elevó su clamor al Padre, diciendo: «Padre, si quieres parta de mí esta copa. Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya» (cfr. Mt 26,39; Mc 14, 36; Lc 22,42), súplica que repitió en más de una ocasión. Sabía que el desenlace de su vida estaba cerca; sabía que se enfrentaría a la maldad de los sumos sacerdotes que, con mentiras, lo conducirían a la muerte; y en medio de su dolor, sólo decía al Padre: «Que no se haga mi voluntad sino la tuya». En este episodio, Jesús nos enseña cuál debe ser el contenido de nuestra oración: él no está pidiendo la derrota de sus adversarios ni está clamando por un cambio en el rumbo de la historia; sólo dice al Padre: qué se cumpla tu voluntad. Este es el contenido de la oración de Jesús y su deseo más profundo: que en todo momento se realice la voluntad del Padre; por eso, cuando enseñó a sus discípulos a orar les pidió que suplicaran al Padre: «Hágase tu voluntad» (Mt 6,10). Este debe ser el contenido de nuestra oración; más allá de pedir el remedio de nuestras necesidades o la solución de nuestros problemas, debemos pedir que se cumpla la divina voluntad en nuestra vida: en medio de nuestras enfermedades, debemos decir con insistencia: «Hágase tu voluntad»; cuando la crisis económica afecte a nuestras familias por no tener lo necesario para vivir con dignidad, debemos repetir confiadamente: «Hágase tu voluntad»; cuando sean muchos los problemas en la familia o con las personas que nos rodean, debemos decir una y otra vez: «Hágase tu voluntad».

 

Es verdad que en la oración buscamos el remedio a nuestras necesidades pero si pedimos el cumplimiento de la voluntad de Dios, él nos irá mostrando los caminos que hemos de seguir y las decisiones que debemos tomar, y nos dará la fuerza para enfrentar con entereza las situaciones que nos aturden. Como Jesús nos enseña, oremos siempre y sin desfallecer, confiando que Dios nos irá dando aquello que más nos hace falta; él es nuestro Padre y siempre responderá a nuestros clamores; posiblemente, no como quisiéramos pero siempre como más necesitamos. En este sentido, recordemos que la acción de Dios siempre buscará nuestro bienestar, como dice el salmista: «El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra. Él no permitirá que resbale tu pie; te cuidará a su sombra, estará a tu derecha; de día el sol no te hará daño ni la luna de noche; él te librará de todo mal, custodiará tu alma, ahora y siempre» (Sal 120).

 

Finalmente y recordando la vida de san Pablo de la Cruz, fundador de los Misioneros Pasionistas, cuya fiesta coincide con esta celebración dominical, sería conveniente mencionar como este hombre vivió en oración continua buscando cumplir la voluntad de Dios. Desde el momento de su conversión, queriendo discernir la voluntad de Dios en su vida, se retiró durante cuarenta días en la sacristía de la Iglesia de san Carlos, en Castellazzo, donde estuvo en oración, contemplando el misterio de Jesús crucificado; después, durante su vida como misionero, predicó incansablemente el misterio de la Pasión, invitando a sus interlocutores a mirar continuamente la cruz de Cristo para experimentar el amor de Dios que, en medio de las contradicciones de la historia, se derrama incesantemente sobre la humanidad. En su labor como director de almas, invitó a los fieles a permanecer en la oración, retirándose en el desierto interior, para tener un coloquio amoroso con Jesús crucificado. Y al final de su vida, en lo que conocemos como su testamento, recomendó a sus hermanos mantener el espíritu de oración, suplicando por la Iglesia y el Sumo Pontífice, y promoviendo en el corazón de todos la devoción a la Pasión de Jesucristo y a los dolores de María Santísima. 

 

Como nos ha enseñado san Pablo de la Cruz, volvamos continuamente nuestra mirada a Jesús crucificado, quien nos muestra el rostro del Padre celestial confiando en su amor, cuidado y protección. Y en medio de nuestras necesidades, oremos con insistencia y sin desfallecer, pidiendo que se cumpla, no aquello que deseamos sino la voluntad de Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

 

P. Eloy de San José, C.P.

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