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XXVI DOMINGO ORDINARIO

28 de septiembre de 2025

Todos los seres humanos enfrentamos situaciones que debemos resolver de la mejor manera: inquietudes por responder, sufrimientos, a superar y aspiraciones a realizar. Por eso, nuestra mente está continuamente ocupada, pensando sólo en aquello que nos interesa, encerrándonos en nosotros mismos, perdiendo la capacidad de mirar y escuchar lo que sucede a nuestro alrededor. Viviendo de esta forma, los seres humanos nos vamos convirtiendo en seres aislados, ensimismados, sin relación con los demás; y todas nuestras acciones se van encaminando a la búsqueda del bien personal, sin tomar en cuenta el desarrollo y crecimiento de los demás.

Esta situación que, lamentablemente es común a muchos hombres y mujeres, va ocasionando que vivamos en la indiferencia; un mal que, hemos de reconocer, está afectando cada día más a nuestra sociedad, al punto que tendríamos que decir que vivimos en una sociedad marcada por la indiferencia, donde cada uno se preocupa sólo de desarrollar sus intereses personales, olvidándose del bienestar del los demás. 

Esta situación fue denunciada por Jesus de Nazaret ante los fariseos que cuestionaban sus palabras, después de haber señalado que con el dinero tan lleno de injusticias, deberían favorecer a los más necesitados (cfr. Lc 16,9), mediante el desarrollo de una historia marcada por la contradicción (cfr. Lc 16, 19-31). Dos hombres en condiciones radicalmente opuestas: un rico, sin nombre, dedicado a vivir y disfrutar los bienes materiales que posee; come, y bebe en abundancia y se viste de telas finas, pensando sólo en su bienestar, y en sacra el mayo provecho a cuánto posee; y un mendigo llamado Lázaro, que vive en absoluta pobreza, víctima de la injusta distribución de los bienes materiales, carente de recursos, herido en su cuerpo, y con la única compañía de los perros que lamen sus heridas. 

De acuerdo con el relato, ambos personajes terminan su vida: Lázaro es llamado al seno de Abraham, es decir, a la bienaventuranza eterna, mientras que el rico es lanzado al sitio de tormento. ¿Cuál fue la causa de condenación del hombre rico? Como ha señalado el profeta Amós (cfr. Am 6, 4-7), no fue por haberse reclinado sobre divanes adornados, ni por haberse recostado sobre almohadones para comer los corderos del rebaño, ni por tomar vino en abundancia o haberse perfumado, sino por no haberse preocupado de las desgracias de sus hermanos. Esta es la causa de su condena: la indiferencia en que vivió al pensar sólo en su bienestar, sin tomar en cuenta las necesidades del otro. Es verdaderamente dramático que el hombre rico pasó sin darse cuenta de la presencia de un hombre que yacía en la puerta de su casa, herido y con necesidad de ayuda; parece que se acostumbró a contemplar la indigencia como si fuera parte del panorama citadino. Lamentablemente, esta situación se repite con frecuencia entre nosotros. Muchos vivimos como el hombre rico, tratando de disfrutar la vida y los bienes que poseemos, buscando sólo resolver nuestros asuntos, sin darnos cuenta de que cerca de nosotros, están los «Lázaros» que nos reclaman atención, comprensión, solidaridad y cariño; ensimismados en nuestra realidad personal, nos acostumbramos a ver el dolor como parte del panorama donde nos desenvolvemos, sin escuchar el llanto, los clamores y el sufrimiento, que, de manera silenciosa padecen nuestros hermanos. Y no pensemos únicamente en los pobres que están a nuestro alrededor; miremos a quienes tenemos cerca de nosotros, incluso bajo nuestro mismo techo: aquel joven que, cansado por la falta de oportunidades va perdiendo el sentido de la vida, o aquel anciano que, postrado por la enfermedad, ha perdido la capacidad de levantarse para continuar el camino.

¿Qué debemos hacer para vencer la indiferencia? Me atrevería a construir la parábola de una manera distinta: cos hombres, un mendigo llamado Lázaro, con toda su vulnerabilidad, y un hombre rico llamado «Jesús». Con este cambio, ¿de qué manera se hubiera desarrollado la parábola? Indudablemente, el rico después de abrir la puerta de su casa, habría reconocido la penosa situación de aquel indigente; se habría acercado para conversar con él y, mirándolo a los ojos, lo hubiera animado para no caer en desesperación, sabiendo que no está solo, porque cuenta con él; e inmediatamente lo habría tomado entre sus brazos para llevarlo a un sitio seguro, darle de comer y beber, curar su heridas y renovar sus vestimentas. Si esto hubiera hecho Jesús, nosotros, que somos sus discípulos, tendríamos que hacer lo mismo: abrir los ojos para mirar el dolor de nuestros hermanos, afinar los oídos para escuchar sus clamores y, como el buen samaritano, acercarnos para servir al que tiene necesidad. 

Que el Espíritu de Dios nos ilumine para que seamos capaces de usar los bienes materiales para el servicio de nuestros hermanos y encienda nuestro corazón de caridad, para que, evitando la indiferencia, seamos capaces de salir al encuentro de los más necesitados, en cuya frente está escrito el Nombre santísimo del Señor ,que vive y reina, por los siglos de los siglos. Amén.

P. Eloy de San José, C.P.

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