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V DOMINGO DE CUARESMA

17 de marzo de 2024

«Si el grano de trigo sembrado en la tierra no muere, queda infecundo; pero si muere producirá mucho fruto» (Jn 12, 20-33)

Una semilla, sea cual sea su clase, contiene en su interior una vida en potencia, sin embargo necesita un evento que haga que ese poder contenido en ella estalle, crezca y se desborde en abundancia. Las semillas son de los elementos naturales que más perduran en la tierra, y pueden permanecer décadas y siglos sin corromperse; sin embargo, no logra su cometido, pues necesita pasar por un proceso de desintegración para poder producir fruto. 

Es por esto que Jesús usa el ejemplo de la semilla de trigo para explicarnos el proceso de su propia muerte que produce vida: Él es el grano que necesita morir para que el amor de Dios sea visible para toda la humanidad, y con Él, los cristianos siguiendo su ejemplo ofrecen su vida en servicio de los demás para que el mundo tenga vida como ellos. Pero ¿Cómo es posible esto?

 

Primeramente hay que observar el proceso natural de germinación de toda planta: la semilla se coloca en la tierra y pasa por un trance de desintegración para que de ella surja una planta, la cual, a su vez producirá fruto; es decir, la semilla se oculta en la tierra para desaparecer y resurge siendo algo más grande y visible, además de tener una nueva posibilidad: dar vida.

 

En Jesús ocurre algo similar a este proceso: Él ha sido colocado en la tierra por medio del misterio de su encarnación; ha germinado en el misterio de su Pasión, pues ha muerto como la semilla; en su cruz y en su resurrección ha sido exaltado, como la planta que brota de la tierra para convertirse en un árbol frondoso; y ese árbol finalmente ha producido frutos de gloria y salvación para toda la humanidad. 

 

Ahora bien, todo fruto produce semilla, es decir que una semilla germinada desborda en abundancia porque no sólo produce decenas de frutos, sino que, a su vez, cada uno de ellos contiene cientos de semillas que guardan en su interior vida en potencia. Lo mismo ocurre con Cristo, pues cada uno de los que creemos en Él somos frutos suyos, y por tanto, semillas que son posibilidad de gloria y salvación; pero para que la posibilidad sea real es necesario que la semilla pase por el proceso de la germinación; es decir, si queremos dar frutos de gloria y salvación necesitamos pasar por el mismo proceso por el que ha pasado Cristo el Señor. Entonces, ¿esto quiere decir que necesitamos morir a semejanza de Cristo?

La pasión y muerte del Señor se ha dado de forma cruenta, con dolor físico y derramamiento de sangre; los cristianos pasamos por un proceso incruento, sin dolor físico ni derramamiento de sangre. 

El cristiano, unido a Cristo por la fe, es la semilla depositada en la tierra desde el momento de su nacimiento a semejanza de Cristo; como él ha germinado por su bautismo, en el cual se ha unido al misterio salvador de la Pasión del Señor, muerto al pecado es sepultado con Cristo al sumergirse en las aguas bautismales que lo purifican de todo pecado y con Él resurge de las aguas salvadoras constituido en hijo adoptivo del Padre y miembro consagrado de la Iglesia, pasando así de la muerte del pecado a la resurrección de una vida de gracia; una vez germinado, su vida va brotando transformándose en un árbol frondoso, constituido por las ramas y las hojas de las buenas obras, de una vida vivida según Cristo, haciendo a su vez que en estas obras se vea reflejado el amor salvador de Dios que hace que otros hombres quieran ser discípulos del Señor, que conozcan y experimenten su amor, es decir, produciendo frutos de salvación. 

Ahora bien, tanto el proceso de cristo como el de cada cristiano tienen dos elementos indispensables e inseparables: la voluntad de Dios y la libertad humana. Vemos en primer lugar, que Jesús reconoce que está realizando la obra del Padre y que, por tanto, se está apagando a su voluntad, es esto lo que le alcanza la glorificación: es la voluntad del Padre que el Hijo produzca fruto abundante, por ello lo ha depositado en la tierra; por otra parte, aunque Jesús experimenta el temor al desenlace de su ministerio (sabe muy bien que las autoridades lo persiguen y quieren acabar con Él) se aferra a la voluntad del Padre, y lejos de suplicarle que lo libre de esa hora, reconoce que es necesario pasar por ella, por muy dolorosa que sea, para culminar su misión: acepta libremente su pasión con todo lo que ella implica.

Con el cristiano ocurre lo mismo: su vida y su misión son iniciativa de Dios que lo ha llamado a la vida, haciéndolo su hijo por el bautismo, y lo santifica a través de la obediencia a su voluntad expresada en las buenas obras, siguiendo los pasos de su Hijo Jesucristo; por su parte, el cristiano de forma libre se abraza a su voluntad, aun cuando esta implique la incomprensión y persecución del mundo que intenta desviarlo de su objetivo, provocándole dolor y sufrimiento, sabe que son las consecuencias de su opción libre por seguir a Cristo y las enfrenta con amor y valentía. 

Sin embargo, no todo es tan sencillo, pues en primer lugar, el cristiano debe enfrentar una lucha con su propio deseo para ir configurando su voluntad con la de Dios, dejar que su vida sometida al pecado se vaya desintegrando como la semilla, para que resurja un nuevo ser lleno de gracia, renunciar a obras, sentimientos, actitudes que lo hacen mantenerse en el mundo pero sin producir vida; y después, cuando su vida se ha transformado, enfrentar las seducciones, el rechazo, las tentaciones, las intrigas y ataques de aquellos que no han logrado hacer germinar su propia semilla. Como el maestro, el cristiano teme a la Pasión y a lo que ella conlleva, quiere huir de la cruz porque sus instintos naturales y su conciencia perturbada le incitan a conservar su estado de vida; qué difícil es abrazar una vida de amor incondicional, de servicio generoso y desinteresado, a la manera de Cristo: cargar con la cruz cotidiana. Pero es una realidad que todo aquel cristiano que, aun sabiendo esto, no acepta que terminará crucificado, ha fracasado como cristiano: sólo pasando por la cruz logramos identificarnos plenamente con Cristo, somos auténticos cristianos. 

Entramos en la ultima etapa de la cuaresma, estamos a una semana de iniciar la Semana Santa aclamando a Cristo como nuestro maestro y Rey, y a la vez con el deseo de caminar con Él cargando la cruz para resucitar gloriosos a su lado. Nosotros, su semilla, ya hemos sido depositados en la tierra, hemos comenzado a germinar e incluso a brotar de la tierra, quizá nos haga falta dejar de oponernos a la voluntad de Dios para transformarnos en árboles frondosos que produzcan mucho fruto; aún nos queda tiempo; pidamos a Dios que nos permita que concluyamos este tiempo santo abrazados con amor libre y generoso a su cruz, para resucitar con Él, y que al renovar nuestro compromiso bautismal en la noche santa de Pascua, nos sumerjamos de nuevo en su muerte y resurjamos a su lado resucitando a una nueva vida. 

El resto de la reflexión depende de ti.

 

Bendecida semana,

 

Daniel de la Divina Misericordia, C.P.

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