
IV DOMINGO DE CUARESMA
30 de marzo de 2025
Hemos señalado que la Cuaresma se presenta ante nosotros como un camino que nos conducirá hacia la celebración festiva de la Pascua; un camino que debemos recorrer, haciendo una revisión de nuestra vida para identificar y erradicar aquellas situaciones que entorpecen nuestro diario caminar.
Desde esta consideración, iniciamos la cuaresma, introduciéndonos con Jesús en el desierto; en ese espacio donde fue tentado por el espíritu del mal y donde resistió la tentación, decíamos que no sólo debemos contemplar a Jesús venciendo la tentación sino que, como él, también nosotros, habiendo identificado nuestras debilidades, tendríamos que resistir para no caer en la tentación. Posteriormente, fuimos invitados a subir con Jesús al monte de la transfiguración para que su claridad iluminara las tinieblas que oscurecen el rumbo de nuestra vida; decíamos entonces que muchos de nosotros necesitamos ser iluminados por la claridad del Mesías, especialmente ante las situaciones de frustración y desencanto que nos impiden continuar nuestro camino. La semana anterior, se nos invitaba a detenernos en el monte Horeb, en este espacio donde Dios le habló a Moisés, revelando su identidad; decíamos entonces que necesitamos pensar cuál es la idea que tenemos sobre Dios, pues muchas veces hemos desarrollado un concepto tan distinto y hasta opuesto al de ese Dios compasivo y misericordioso que se revela en la Escritura.
Después de habernos detenido en estos espacios -el desierto, el Tabor y el Horeb-, en esta cuarta semana se nos invita a entrar en la casa de una familia, donde se ha vivido una situación dramática (cfr. Lc 15, 11-32), para meditar cómo está nuestra relación con las personas que nos rodean.
Un padre tenía dos hijos, el menor de los cuales, pidió su herencia para abandonar la casa familiar, rompiendo toda relación con su padre. Sintiendo que se había liberado de las normas de la casa, comenzó a vivir sólo para sí, ocupando la totalidad de sus bienes para satisfacer sus deseos. Habiendo derrochado su fortuna viviendo de una manera desordenada, este muchacho se enfrenta con la necesidad. Y aunque había vivido como príncipe de su casa, después de su rebeldía, se convierte en el trabajador de una tierra que no le pertenece. Su situación es tan lamentable que es enviado a cuidar a los cerdos. Recordemos que para el pueblo de Israel, los cerdos representaban la impureza, era el animal más miserable que podía encontrarse en la creación. En esta situación se da cuenta de las consecuencias que le ha traído el haber fracturado la comunión con su padre, por lo que toma la decisión de reprender el camino. Sabe que las cosas no serán de la misma manera, pues con su abandono prácticamente sepultó a su padre, pero confía que este le dará la oportunidad de vivir en su hacienda, no como hijo, sino como un empleado más. De acuerdo con el relato, cuando el padre se da cuenta que ha vuelto corre a su encuentro, no para echarle en cara su rebeldía, ni pedirle cuenta de los bienes que derrochó, sino para reinstalarlo como su hijo. Y empieza la fiesta, porque el hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida.
La actitud del hijo mayor que en el momento de reencuentro estaba en el campo, nos dará la pauta para meditar cómo está nuestra relación con las que personas que nos rodean. Él había trabajado con fidelidad en los asuntos de su padre, había estado siempre a su lado, sin duda que había pasado jornadas enteras bajo el sol, labrando la tierra o supervisando a los campesinos. Había cumplido con fidelidad y prontitud todas sus responsabilidades, como un trabajador fiel, pero no se sentía parte de la familia. Se sentía un asalariado, no un hijo, por eso, cuando descubre que su padre ha hecho una fiesta por el regreso de su hermano, se muestra incapaz de sentir compasión y empatía; no se compadece de la miseria de su hermano que, después de perderlo todo, volvía demacrado por el hambre, ni tampoco puede sentir empatía con su padre para compartir la dicha de recuperar vivo a su hijo. Sin temor a equivocarme, me atrevo a señalar que cada noche el hijo mayor había visto o escuchado el lamento y el llanto desesperado de su padre, al no tener noticias del perdido en la rebeldía. No se compadece ni se muestra empático; más bien, se molesta por la fiesta y el retorno de su hermano. Pero ante su rechazo a la participación en el banquete, su padre le insiste: es necesario celebrar y hacer fiesta, porque a pesar de los errores humanos y de las decisiones erróneas que se toman en la vida, siempre será necesario cuidar la relación de la familia.
En la oración de esta cuarta semana de Cuaresma, pensemos cómo está nuestra relación con aquellos que nos rodean. ¿Somos capaces de compadecernos del que se ha equivocado en sus decisiones o emitimos juicios y hacemos señalamientos, sintiendo que nosotros somos los únicos que pueden vivir correctamente? ¿Hemos tenido la capacidad, demostrar empatía para comprender, abrazar y acompañar a las personas que sufren o somos indolentes, y vivimos pensando únicamente en la satisfacción de nuestros deseos y la necesidad de cumplir nuestras responsabilidades que no advertimos el llanto de aquellos que están cerca de nosotros?
Mientras caminamos hacia la celebración festiva de la Pascua, meditemos cómo está la relación con aquellas personas que nos rodean. Si descubrimos que esta relación se ha fracturado, esforcémonos durante esta semana por restaurar la comunión para que, reconciliados con todos nuestros hermanos, seamos capaces de construir una fraternidad que pueda caminar en comunión hacia el encuentro con el Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos.
P. Eloy de San José, C.P.