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II DOMINGO DE PASCUA

7 de abril de 2024

«¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20, 19-31)

Con estas palabras de Jesús resucitado a sus apóstoles, la Iglesia nos invita a cerrar la primera semana del tiempo pascual contemplando el misterio de la Divina Misericordia. Guiados por el evangelista Juan, meditemos en este día en el don que el Resucitado nos ha traído con su amorosa pasión. 

Los evangelistas sinópticos (Mateo, Marcos, Lucas) al momento de presentar la crucifixión de Jesús son muy escuetos, se reducen a decir lo mínimo: “lo crucificaron”, sin ofrecer mayor detalle, como si buscaran ser respetuosos con el sufrimiento de Cristo, evitando el morbo, o bien, buscando no escandalizar más a los discípulos. La excepción es Juan, quien gusta de atender a los detalles simbólicos: la hora de la muerte de Jesús en coincidencia con el sacrificio de los corderos pascuales, la túnica sin costuras de Jesús en semejanza a la túnica del sumo sacerdote, el cumplimiento de las escrituras… él tampoco nos dice cuantos clavos fijaron a Jesús en la cruz, pero sí nos habla de la herida del costado, de la cual, manaron sangre y agua (Jn 19,34).  Esta herida será la guía de nuestra reflexión. 

Juan nos presenta una doble escena en un único relato. La primera (Jn 20,19-23) acontece el día mismo de la resurrección al atardecer: después de los luminosos acontecimientos de aquella mañana entre Jesús y María Magdalena, el evangelista nos lleva al cenáculo sombrío donde los demás discípulos se encuentran encerrados por temor a los judíos; esta escena toma un nuevo matiz con la presencia del Resucitado: “la paz esté con ustedes”, y presenta sus manos, pies y costado como evidencia de autenticidad: es el Crucificado, pero un crucificado distinto al del viernes santo pues ya no pende de una cruz, sin vida, sino que ahora vive y resplandece en Él la majestad y la gloria que ya se vislumbraban en el calvario. La escena concluye con la efusión del Espíritu santo “para el perdón de los pecados”. El auténtico Cordero pascual borra los pecados de los hombres ya no con sangre, sino con la fuerza del amor qué procede del Padre y del Hijo; de ahora en adelante los discípulos serán los responsables de llevar a todos la Misericordia manifestada en la cruz de Cristo. 

La segunda escena (Jn 20, 24-28) acontece a los ocho días del día de la resurrección (hoy celebramos el último día de la octava de Pascua). El lugar es el mismo, el cenáculo cerrado, los discípulos ocultos, incapaces de salir a cumplir con la encomienda dada por Jesús, seguros de la resurrección de Jesús pues insisten a Tomás en la veracidad del acontecimiento, pero no confiados en la fuerza del Espíritu del que han sido investidos. Jesús se presenta de nueva cuenta en medio de ellos, repitiendo el mismo saludo, pero esta vez para dar una lección más a sus discípulos, la ocasión la da la incredulidad de Tomás, quien cuestiona el testimonio de sus hermanos y exige una prueba tangible de autenticidad de la resurrección. 

Jesús no reprende a ninguno, se muestra misericordioso tanto con la actitud de desconfianza de la comunidad como con la incredulidad de Tomás, más aún, esta última da pie a un acontecimiento extraordinario: Jesús lo invita a introducir su mano en su costado, a entrar en su cuerpo hasta tocar su corazón; Jesús no presenta ya sus heridas como credenciales de identidad, ahora las muestra como camino de comunión con su persona; el pecado de Tomás (y el de todos los hombres) ha sido la oportunidad para que Dios descubra su corazón; el omnipotente ante la desconfianza del hombre no usa las armas de la amenaza o la violencia para convencerlos o convertirlos, antes bien, con una actitud misericordiosa les permite tocar su corazón ardiente de amor por ellos, para establecer una unión amorosa con ellos. La felicidad del discípulo está “en creer sin haber visto” no porque la fe sea ciega (la auténtica fe cuestiona, indaga, como la de María en la anunciación), sino porque se mantiene en pie aun en medio de las pruebas, cuando “no se ve con claridad” (Jesús en la cruz exclama “¿Por qué me has abandonado” no como reproche a Dios sino como muestra de confianza: aunque parezca que no estás presente y todo se ha perdido, yo seguiré fiel a tu proyecto), tal y como sucedió a María y al discípulo amado en la pasión. 

Si Jesús, la tarde de Pascua, envía como mensajeros de misericordia a los discípulos, la tarde de la octava de Pascua les enseña como deben mostrar esa misericordia: con la misma actitud que Él ha tenido con Tomás, llevando a los hombres al corazón de Dios, perdonando su incredulidad sin reproche alguno. 

Este es, pues el misterio qué celebramos hoy: qué Dios nos ama tanto que, por encima de nuestros pecados, expresados en toda su potencia en la cruz de Jesús, ha manifestado su poder, no como destrucción sino como vida: la misericordia es más fuerte que la muerte, la justicia de Dios se manifiesta no en forma de venganza sino de perdón, el omnipotente ha mostrado la fuerza de su ser no en la destrucción sino en darnos paz. El Padre ha respondido a la muerte injusta de su Hijo en la Cruz por parte de sus criaturas resucitándolo y otorgándonos el perdón y la vida eterna.  Esta fiesta es una bella síntesis del misterio pascual qué hemos celebrado a lo largo de estos días. 

La herida del costado de Jesús nunca se cerrará, estará siempre abierta, derramando agua y sangre para nuestro perdón, es la prueba eterna de su amor por nosotros.

Como cristianos, somos invitados a replicar esta acción: ciertamente en la vida hemos sido víctimas de los pecados del mundo que nos han puesto en la cruz y sin duda nos han herido el corazón, atravesado hasta lo más profundo; Jesús muestra sus heridas como prueba de qué ha pasado por el sufrimiento y lo ha vencido, nosotros podemos transformar nuestras cicatrices en pruebas de que el amor de Dios lo cura todo. Jesús nos invita a aprender a vivir con el corazón abierto, para mostrarlo al mundo, para que todos puedan ver lo más bello que tenemos en él, a Dios mismo que habita ahí como en un Sagrario y en el cual todos puedan encontrar la misericordia que ha transformado nuestra propia vida; Jesús nos anima para que las cruces y las lanzas cotidianas que nos van hiriendo se transformen en oportunidades de hacer de nuestro mundo un lugar mejor. 

 

Esta fiesta, instituida a petición del mismo Cristo en sus apariciones a Santa Faustina Kowalska y ratificada por la Iglesia a través de san Juan Pablo II en el año santo 2000 nos deja entrever el deseo de Dios de que la fuerza salvadora de su Pascua se deje sentir con intensidad en todo el mundo, deseo que sólo se cumplirá cuando nos transformemos en misioneros de la misericordia; el mismo Jesús le decía a Faustina en una de sus apariciones: «En el pasado envié a los profetas cargados de amenazas, ahora te envío a ti con mi misericordia.» (Diario 1588).

Pero para lograr ese objetivo es necesario que pasemos primero por la cruz, que la abracemos con jubilo, con actitud victoriosa como Jesús, que nos sumerjamos por ella en el misterio del amor de Dios, que nos traspase el corazón, que entreguemos todo lo que en él hay, sin reserva alguna, que mostremos con humildad las cicatrices de nuestras pasiones y cruces cotidianas, que nos inundemos de la paz y el Espíritu del Señor Resucitado, que no temamos extender nuestras manos para tocar el corazón de Dios, y que seamos creyentes, no por haber visto, sino por haber experimentado en nuestra vida su amor misericordioso; y esa experiencia será posible solamente cuando dejemos de pensar en el dios del castigo y empecemos a amar al Dios que juzga con amor y misericordia. 

Qué Dios rico en misericordia nos ayude a ser misericordiosos como Él. ¡Felices Pascuas!

 

El resto de la reflexión depende de ti.

 

Coh. Daniel de la Divina Misericordia.

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