
XXIV DOMINGO ORDINARIO
17 de septiembre de 2023
«¿No debías tú también haber tenido compasión de tu compañero, como yo tuve compasión de ti?» (Mt 18, 21-35)
La semana pasada la Palabra de Dios nos invitaba a hacernos cargo de los hermanos que caen y ayudarlos a levantarse, decíamos sobre ello que la invitación de Dios es a salir de nuestro individualismo para entrar en la corresponsabilidad de la comunidad, que no basta con alcanzar la santidad solos, es necesario ayudar al hermano a ser santo, no basta con elevar nuestras plegarias solos, Dios se hace presente con mayor intensidad ahí donde dos o tres se reúnen en su nombre.
Hoy el Señor insiste en dar un paso más, e introduce el tema del perdón, pues la santidad no se construye en un solo día y será necesario recomenzar el trabajo cada vez que el hermano caiga. Dejemos, pues, que la fuerza de la Palabra de vida purifique nuestras intenciones y nos abra a la misericordia que acoge a todos los hombres.
1. «Perdona la ofensa a tu prójimo para obtener tú el perdón.» (Sir 27,33 - 28,9)
La primera lectura contiene una enseñanza que para nosotros los cristianos es fundamental, pues la recitamos cada que rezamos el Padre nuestro: perdonar las ofensas del prójimo de la misma manera en que Dios nos perdona nuestras ofensas. Sin embargo, corremos el grave peligro de que, al recitar con mucha frecuencia estas palabras, su significado quedé en una idea más y se transforme en algo tan rutinario que pasa desapercibido.
Y es que para tener el adecuado sentido de estas palabras es necesario recurrir a la experiencia propia de perdón, pues en la medida que nos sintamos perdonados y acogidos por Dios, será la medida en que podamos acoger y perdonar a nuestros hermanos.
A lo largo del Evangelio, Jesús se manifiesta como el rostro misericordioso de Dios, que acoge y perdona a los pecadores; muchos son los testimonios de conversión en el Evangelio: Zaqueo, la mujer de la casa de Simón, el fariseo, el paralítico bajado por la abertura del techo, por mencionar algunos; todos ellos tienen como paradigma el perdón, y como consecuencia la transformación de la vida, por ejemplo Zaqueo, quien después de ser acogido por Jesús restituyó lo defraudado y compartió sus bienes con los pobres, pues su experiencia de perdón lo hizo desbordar en generosidad.
Pero para experimentar el perdón, es necesario primeramente reconocerse profundamente pecador, reconocer la fragilidad de nuestra naturaleza; reconocernos pecadores nos lleva entonces a la búsqueda de perdón para lograr la reconciliación; esto último resulta complejo para el ser humano, pues más allá de solo reconocer la propia fragilidad implicará un acto de humildad, y esto muchas veces, no es muy agradable; el arrepentimiento se pone de manifiesto de forma externa, por ejemplo, la mujer en casa de Simón el Fariseo derrama abundantes lágrimas a los pies de Jesús y los seca con sus cabellos, y aunque no hay una petición explícita de perdón, obtiene de Jesús un gesto de Misericordia.
Pero hay un tercer elemento que no podemos dejar de lado, el reconocimiento de nuestros errores viene de la mano del acompañamiento de la comunidad; anteriormente decíamos que el pecado no es sino la ruptura de la unidad, y que para sanarlo es necesario hacer presente a la comunidad con toda su fuerza (Reflexión del Domingo XXI del tiempo Ordinario). Necesitamos del testimonio de los otros para darnos cuenta de nuestros errores y salir de ellos, y más aún, necesitamos que la comunidad nos lleve al reencuentro con el maestro para que perdone nuestros pecados y así podamos reconciliarnos.
Por ello el perdón tiene una doble dimensión, una que tiene que ver con nuestra relación con Dios, y otra que tiene que ver con nuestra relación con los hermanos, ambas se implican, pues no se puede vivir “reconciliado” con Dios y enemistado con los hermanos, y viceversa.
Para vivir entonces el perdón en toda su intensidad será necesario desandar el camino que hemos recorrido hasta ahora, es decir, necesitamos acercarnos a la comunidad para reconocer nuestros pecados y dejar que nos lleven al encuentro con Cristo, para mostrarle con nuestros actos nuestro sincero arrepentimiento, sentirnos acogidos y profundamente perdonados, para después salir y mostrar auténticos signos de conversión.
2. «Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo?» (Mt 18,21)
La pregunta lanzada por Pedro deja al descubierto una realidad humana, pretender que las virtudes de Dios puedan ser medidas desde nuestros parámetros humanos; el perdón no es algo que se pueda pesar en una balanza o contabilizar como si de granos se tratara, el perdón al igual que el amor, no tienen medidas desde Dios, son infinitos y eternos, porque el perdón hunde sus raíces en el amor; por ello, cuando Pedro propone al maestro una medida humana (7 veces) el maestro desborda en generosidad “setenta veces siete”, es decir, sin medida humana, solo con la medida de Dios, para quien no hay pecado tan grande que no pueda ser perdonado.
Para que esto quede bien claro, Jesús, como buen pedagogo, recurre de nuevo a la parábola, y nos muestra que si aquel Señor, muy superior a sus súbditos, tuvo la capacidad de perdonar una deuda, que a los ojos de los siervos era exorbitante, así ambos siervos debieran perdonarse deudas más sencillas; Dios, que es infinitamente bueno nos perdona nuestros pecados por muy grandes que sean, esperando que nosotros perdonamos nuestras ofensas por muy grandes que nos parezcan.
El gran reto está, no solo en pedir perdón, sino en perdonar, en no aferrarnos al odio y al rencor, sino en abrirnos a la gracia de la misericordia. Parece difícil y en cierta medida lo es, perdonar cuesta y mucho, pero la Palabra hoy nos da una clave muy importante: hacer memoria, sí, hacer memoria del inmenso amor de Dios que todo lo perdona, para sentirnos amados y perdonados, para desde ahí tener la capacidad de perdonar.
El resto de la reflexión depende de ti.
Bendecida semana.
Daniel de la Divina Misericordia C.P.