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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

1 de noviembre de 2023

«Esos son los que vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la Sangre del Cordero» (Ap 7,14)

 

Estos días tan llenos de tradiciones en nuestra tierra mexicana, nos recuerda una verdad muy hermosa de la tradición cristiana, que la Iglesia, la gran familia y Pueblo de Dios, está extendida de tal manera que trasciende el tiempo y el espacio, así, hoy nos unimos en la alegría de aquellos que, en la Jerusalén celestial, conforman la Iglesia Triunfante que ya contempla cara a cara al Señor; y mañana, conmemoraremos a quienes se disponen a participar de dicha alegría, la Iglesia purgante, a quienes nos unen lazos de solidaridad por medio de la oración. Hermoso es pensar en esto, en una Iglesia unida de esa manera, solidaria en una misma oración, los unos por los otros, los santos interceden por nosotros y los difuntos, nosotros oramos por los difuntos y ellos oran por nosotros.

 

Contemplando a esta Iglesia tan maravillosa, meditemos la Palabra de vida, que hoy nos invita a pensar en la muchedumbre de los bienaventurados hijos de Dios; bienaventurados sí, porque vivimos en la esperanza cierta de un día gozar en plenitud de la vida en la presencia de Dios; bienaventurados sí, porque esa esperanza nos lleva a construir el Reino.

1. «Después miré y había una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y el Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos» (Ap 7, 2-4, 9-14)

La primera lectura, tomada del Apocalipsis de Juan, nos presenta una bella visión; para entenderla un poco mejor es necesario comprender un poco el contexto en el que se da: Juan comienza describiendo la presencia del “Hijo del Hombre” que dirige una serie de cartas a las siete Iglesias de Asia, pensando en sus problemas internos les invita a resolverlos, pues la tribulación está presente y necesitan estar bien unidos para enfrentarla; pensando en esta tribulación, la pregunta surge ¿sobrevivirá la Iglesia de Dios?, Juan responde a la pregunta con una serie de tres visiones (el cordero, la mujer y el dragón, la Jerusalén celestial) en las cuales, a través de una serie de símbolos entreteje la respuesta: nada podrá vencer a Jesús y a su Iglesia.

La primera visión se desarrolla a partir de una descripción del trono de Dios con una serie de elementos simbólicos tomados del Antiguo Testamento, Juan manifiesta la continuidad de la tradición de Israel con la tradición cristiana, pero ahora introduce a un personaje ampliamente confrontante; Dios sostiene en su mano un rollo con siete sellos y busca quien pueda abrirlo, los ancianos buscan al heredero de David, al León de Judá, al guerrero poderoso que podrá revelar los secretos, sin embargo aparece un Cordero degollado y ensangrentado, la criatura más débil, marginada y excluida, que tiene la dignidad suficiente para tomar el rollo y abrir sus sellos.

La visión continúa con la apertura de los sellos: los primeros cuatro traen a cuatro jinetes que son las calamidades de la tierra (conquista, guerra, hambre y muerte) que durante siglos han salpicado la historia de la humanidad, hablan de un pasado doloroso que se hace constante en el presente repitiéndose una y otra vez; el quinto sello es un parteaguas, desde el trono de Dios las víctimas de estas calamidades elevan su voz hacia el cielo clamando justicia, comparten con el Cordero el haber sufrido una muerte violenta al renunciar a vivir practicando estas calamidades por vivir en la mansedumbre, y esperan de Dios la bienaventuranza; sin embargo, Dios les pide paciencia pues es necesario que el tiempo llegue a su plenitud para darles la recompensa a su mansedumbre; el sexto sello trae el día del Señor tan esperado desatando el terror de los habitantes de la tierra ante el inminente juicio de Dios, pues se saben culpables de la situación de la tierra.

Antes de la apertura del séptimo sello se describe la escena que escuchamos: primero, Dios marca a sus elegidos con su sello en número de ciento cuarenta y cuatro mil, una imagen que recuerda un censo militar, pues son reclutados doce mil de cada una de las doce tribus de Israel; pero como aconteció líneas atrás, cuando se pensaba que el poderoso león de Judá sería quien abriría los sellos y resultó dignó el Cordero degollado, aquí también no es este ejército quien se pone en la presencia de Dios, sino frente a su trono, se eleva una multitud incalculable, de todos los pueblos y razas, vestidos de túnicas blancas y con palmas de gloria en las manos. Juan identifica a esta multitud con los que pasaron por la “gran tribulación” y lavaron sus vestiduras en la sangre del Cordero. Es una visión muy bella, en medio de las sombras desatadas por los males del mundo, surge este grupo que nos hace imaginar un resplandor que disipa la oscuridad que el pecado ha hecho surgir sobre la tierra. Una vez más se nos recuerda que no son los que el mundo cree poderoso los que vencen, sino los pequeños de la tierra los que son vencedores en Dios.

La imagen de la muchedumbre equiparada a la Iglesia es una analogía que tiene en sí misma una fuerza poderosa: cada uno de los bautizados - evangelizados (quienes han lavado su ropa en la sangre del Cordero) son la antítesis de los cuatro jinetes (los males de la tierra), y llevan en sí la gracia del Cordero, porque han compartido su destino (murieron por el bautismo al pecado) y claman y se comprometen como él en la búsqueda de la paz, la reconciliación y la justicia, que han sobrevivido a la gran tribulación (la vida con sus amenazas cotidianas) pues la han enfrentado con amor y valentía; el triunfo de esta multitud desata la alabanza de la corte celestial que estremece la tierra entera, pues el Pueblo de Dios ya no pertenece a una realidad racial o étnica, sino que es una enorme familia de todas procedencias, una hermandad universal en Dios.

De esta lectura podemos sacar una alegría muy grande al pensarnos parte de esta multitud, somos la Iglesia militante, no la Iglesia militar, que lucha por erradicar el mal del mundo no por la violencia sino por su adhesión a Jesús y a su Reino; la Iglesia triunfante, estos santos se nos ponen, no sólo para ser contemplados como una señal de esperanza, sino, ante todo, como modelo de actuación, su clamor de justicia se eleva como debiera elevarse el nuestro, su fragilidad se robusteció como debe robustecerse la nuestra, su triunfo es estímulo a buscar triunfar, a la par de que es también nuestro triunfo, pues como dice el apóstol: «Si un miembro es honrado, todo el cuerpo se alegra en él» (1Cor 12, 26-27)

2. «Miren qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1Jn 3, 1-3)

¿De dónde nos viene la esperanza de compartir esa gloria? El apóstol san Juan nos da la respuesta: en el amor de Dios que nos hace sus hijos. Ha sido el amor, la experiencia filial de ese amor divino, lo que impulsó a Jesús a vivir, actuar y ofrecer su vida en plena disposición a la voluntad del Padre, en perfecta santidad; de Cristo, el Señor, la santidad surge en la Iglesia, los cristianos buscan seguir los pasos de Jesús en sus realidades personales.

 

A lo largo de los siglos, miles de hombres y mujeres han seguido las huellas del Maestro, de su experiencia amorosa filial ha surgido la imperante necesidad de vivir de acuerdo a la voluntad de Dios: fue el amor lo que impulsó a los santos apóstoles a ir a los últimos rincones de la tierra a propagar el Evangelio; fue el amor el que dio a los santos mártires la fortaleza de dar el supremo testimonio de fe ofrendando su sangre; fue el amor quien ha llevado a los santos monjes, ermitaños, y vírgenes a retirarse en el silencio claustral para buscar vivir solo para Dios; fue el amor lo que ha impulsado a los santos misioneros a romper las fronteras geográficas y existenciales para ir en busca de aquellos que pudieran abrir sus corazones al Evangelio; fue el amor lo que arrastró a los santos religiosos y religiosas a predicar el mismo amor desde los conventos, las misiones, las obras de caridad y los colegios; es el amor el que ha impulsado a los santos pastores a dar la vida por las ovejas a imitación del buen Pastor.

Pero entre todos los santos, resplandece la figura de la Inmaculada siempre virgen Santa María Madre de Dios, quien por amor acogió en su vientre a la Palabra, la guardó y la meditó en su corazón, la hizo germinar para sembrarla en el mundo y que diera fruto; por amor permaneció de pie junto a la cruz de su Hijo y Señor, amando ahí a todos los hombres sus hermanos; el amor la impulsó a acompañar a la naciente Iglesia en oración cuando el Hijo cumpliría su promesa al derramar su Espíritu sobre ella.

La santidad entonces parte, no de un estado de vida, todos podemos llegar a santos en cualquier contexto de vida, sino de una experiencia de amor filial que nos hace sentir auténticamente hijos, no un número más en una multitud, sino alguien especial en medio de esa multitud, alguien que hace la diferencia; esa experiencia es un don, es gratitud, por ello nos hace sentir dichosos y nos compromete a hacernos bienaventurados, y es que eso somos, la multitud de hijos bienaventurados que con su vida iluminan el mundo.

3. «Bienaventurados…» (Mt 5, 1-12)

¿En que consiste esa bienaventuranza? Si nos sentimos hijos podremos comprometernos a vivir como el Hijo. Mateo recoge una serie de enseñanzas de Jesús en su evangelio, en lo que llamamos el sermón del monte. Ahí Jesús, de cara a una multitud hambrienta de la Palabra de Dios, da una serie de acciones para llegar a la bienaventuranza. Es contrastante como Mateo identifica a Jesús con Moisés, concretamente en este pasaje como un nuevo legislador, pues si Moisés en el Sinaí entregó al Pueblo el decálogo, Jesús ahora entrega una nueva carta magna; el decálogo consta de tres afirmaciones positivas (Amarás, Santificarás, Honrarás) y de siete proposiciones negativas (no robaras, no matarás…); en contraste, Jesús presenta ocho afirmaciones positivas, reafirmando más adelante que el primer mandamiento siempre será vigente (cfr. Mt 22, 34-40) y añadiendo una última en la que invita a sus seguidores a sentirse bienaventurados cuando cumplir con las primeras los lleve a la tribulación.

Curiosamente, ninguna de estas afirmaciones están en el orden de lo ritual o del culto, todas están orientadas al crecimiento de la paz, concordia, justicia, fraternidad entre los hombres; y no se trata de que Jesús desprecie el espíritu religioso del ser humano, sino que propone que el culto ofrecido a Dios sea el amor que entre los hombres se viva, partiendo desde el amor que los cristianos deben ejercer, expresado en actitudes de misericordia; el mismo Jesús, hacia el final del sermón del monte, dirá que con esta actitud los hombres que no han experimentado el amor de Dios podrán encontrarlo en las buenas obras de quienes sí lo han experimentado (cfr. Mt 5, 14-16), haciendo de esas obras buenas reflejo de nuestra santidad bautismal, no moneda de cambio para ganarnos un lugar en el Reino, que ese ya nos lo ha dado Dios.

Así que la bienaventuranza no es solo un estado celestial, sino una actitud de vida que se comienza a experimentar desde ahora; es sentirse profundamente amado por Dios en medio de una multitud de hermanos que nos aman y a quienes amamos, y con quienes nos comprometemos a trabajar por construir el Reino de Dios desde nuestras propias cualidades y circunstancias, convencidos de que la mayor bienaventuranza es confiar plenamente en la misericordia divina; así, pasaremos por la vida haciendo real y tangible la santidad, confiados en que al final de nuestro camino cruzaremos el umbral de la casa del Padre, cargados de buenas obras, con nuestra túnica blanca, lavada en la gracia de Jesús el Cordero, y que ahí Dios Padre nos espera, con los brazos abiertos y nos hará sentar a su mesa, no por nuestras obras buenas ni por la blancura de nuestra túnica, simplemente nos sentará con Él, porque nos ama, y desea compartir con nosotros una eternidad a nuestro lado.

Quisiera culminar con unas bellas palabras del Papa Francisco que nos pueden ayudar a iluminar nuestra reflexión: «Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales.» Gaudete et exultate 14.

Feliz Fiesta

 

Daniel de la Divina Misericordia, C.P.

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