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CRISTO REY DEL UNIVERSO

26 de noviembre de 2023

«Se sentará en su trono de gloria y apartará a los unos de los otros» (Mt 25, 31-46)

Concluyendo el ciclo litúrgico, la Iglesia nos invita a contemplar a Jesucristo que es principio y fin de todas las cosas, dueño y Señor de toda la historia, Rey del universo entero. A lo largo de los últimos domingos hemos venido meditando sobre nuestra manera de asumir y vivir los tres grandes valores cristianos: fe, esperanza y caridad; ahora se nos presenta en el momento culmen de la historia, en el final de los tiempos, el juicio que el Señor hará de nuestro compromiso en la construcción del Reino, para hacernos tomar posesión de dicho Reino que no tendrá fin. 

 

Meditemos pues a la luz de la Palabra de vida lo que significa el reinado de Cristo, como podemos participar de su reinado, y como reinaremos con Él por toda la eternidad. 

1. «Yo mismo apacentaré a mi rebaño» (Ez 11-12.15-17) 

El imaginario popular representa a Jesucristo como rey a la manera tradicional, con los atributos de los reyes de la tierra: poder, autoridad, fuerza, gloria, honor; baste con echar una mirada a la iconografía de este día para ver a Jesús, el hijo del carpintero, con una corona de oro en la cabeza, una capa de armiño, cetro y orbe en las manos y sentado sobre un trono, pero ¿es realmente esta la forma en la que Cristo reina? La respuesta la encontraremos en la Sagrada Escritura.

 

A lo largo de la historia sagrada el pueblo de Israel fue descubriendo que el soberano de su comunidad era el Señor Dios, aun cuando existieron los grandes patriarcas y caudillos (Abraham, Moisés, Josué, Sansón), el pueblo siempre supo reconocer que su absoluta dependencia estaba en las manos de Dios, que sus lideres no actuaban a nombre propio, siempre en nombre del Señor, y que los bienes que de ellos recibían venían de las manos del Señor (cfr. Jos 24, 14-24). Pero en un momento de la historia, después de haberse establecido en la tierra prometida, voltearon a ver a los pueblos vecinos y descubrieron un elemento que atrajo su atención: estos pueblos tenían un líder humano que era el punto de referencia para toda la comunidad, y desearon ser como esos pueblos; así que decidieron pedir al Señor que les concediera tener un rey, aun cuando esto implicaba quitar al Señor su puesto central en la vida del pueblo; y Dios, que es muy respetuoso de la libertad humana les concedió actuar según su decisión (cfr. 1Sam 8, 1-22).

 

El rey se comprometía con el pueblo a tres cosas concretas: primeramente, a protegerlos de los peligros extranjeros, haciendo valer la fuerza armada, lo cual daba al pueblo la esperanza de tener un buen futuro; en segundo lugar, era el custodio de la ley, vigilando que el pueblo cumpliera la alianza establecida con Dios, haciendo así que la fe se mantuviera viva en los corazones; finalmente, se comprometía a proporcionar a sus súbditos los suficientes medios para tener una vida digna y remediar sus necesidades en tiempo de escasez, velando por el ejercicio de sus derechos, haciendo así que imperará la caridad en medio de la familia de los hijos de Jacob (cfr. 1Sam 10,1; 2Sam 2, 1-4)

La monarquía israelita llegó a su punto de mayor esplendor bajo el reinado de David, el rey pastor que supo apacentar a sus hermanos, porque a pesar de sus errores y pecados siempre se esforzó por mantenerse unido al Señor, a quien reconocía como auténtico Rey, pidiendo perdón por sus faltas. Si el Señor es el arquetipo de lo que significa ser Rey, David fue el prototipo de dicho reinado (cfr. Sir 47, 2-11). Pero desafortunadamente sus sucesores no supieron estar a la altura del compromiso y comenzaron a desviarse de su fin, viviendo entre lujos y excesos, obsesionados por expandir su reino, hacerlo famoso y poderoso, olvidándose de los compromisos con Dios y con el pueblo.

 

Algunos olvidaron su compromiso con la ley de Dios, y fueron los primeros en construir altares a los ídolos, ofreciéndoles sacrificios, arrastrando con ellos al pueblo tras la idolatría, apagando la fe; otros, olvidándose de su compromiso de proteger al pueblo, crearon ejércitos para conquistar terrenos, para realizar guerras internas con la finalidad de imponerse, causando muerte y devastación, acabando así con la esperanza; y otros tantos, olvidando su compromiso con los derechos del pueblo, hicieron de sus hermanos esclavos para construir sus palacios y servir en ellos, los cargaron de impuestos para satisfacer su avaricia, creando así una situación de desigualdad y pobreza, opacando la caridad. Los reyes olvidaron su papel de pastores y se creyeron dueños de las ovejas. Y a estos, se asociaron miembros del pueblo que vieron en ellos una oportunidad de alcanzar sus intereses, haciéndose cómplices de su maldad. (cfr. 1Re 12-13).

Y Dios, ¿cómo respondió ante esta situación? Elevó su voz por medio de los profetas, pidiendo la conversión, la restitución al orden monárquico original, advirtiendo que, de no hacer caso, las consecuencias serían catastróficas; pero su clamor no fue escuchado y el orden continuó pervirtiéndose, hasta que, al no estar protegidos, los imperios los atacaron y conquistaron, arrasaron la tierra y los deportaron, víctima del descontento social provocado por un gobierno fallido la monarquía se desmoronó y desapareció (cfr. 1R 12-13). Pero en medio de la catástrofe Dios hace brillar la esperanza con una promesa: algún día vendrá un nuevo rey, de la familia y del estilo de David, un Mesías, que restaurará el Reino según Dios. La primera lectura que escuchamos nos hace presente esta esperanza en labios del profeta Ezequiel bajo la figura del pastor (rey) que algún día reunirá de nuevo en su rebaño (reino) a las ovejas para apacentarlas (hacerles justicia). 

Así, el pueblo comenzó a esperar al Rey Mesías. Algunos comprendieron que sería un Rey que establecería un Reino de acuerdo con Dios: justicia, paz, fraternidad, derecho, santidad; otros, pretendieron que restableciese la monarquía de acuerdo con sus propios intereses, haciendo caso omiso a la experiencia del destierro. Así, había grupos que esperaban un Rey Guerrero, que conformaría un ejercito poderoso para expulsar de la tierra prometida a los opresores extranjeros (persas, griegos, romanos) defendiéndolos de las amenazas extranjeras, iniciando así una época de paz; otros esperaban un Rey Sacerdote que purificaría el sistema religioso, restauraría el esplendor del culto en el Templo y acabaría con los pecadores iniciando así una era de santidad; otros más esperaban a un Rey Juez, que restablecería los derechos del pueblo, atendería las necesidades de los pobres, cuidaría de los enfermos, protegería a la viuda y al huérfano haciendo de Israel un ejemplo de pueblo que vive en autentica fraternidad.

Por eso, es comprensible, que cuando Jesús se presentó ante el pueblo anunciando la llegada del Reino Mesiánico fuera rechazado por algunos sectores. Los que esperaban el restablecimiento de la monarquía vieron en el carpintero que anunciaba la igualdad de dignidad y la fraternidad, un obstáculo para sus fines: Él no puede ser rey. Los que esperaban la liberación del pueblo de los opresores, quedaron confundidos cuando lo vieron llegar a la ciudad santa montado en un asno seguido por una multitud de pobres, cojos, mujeres, enfermos, niños, aclamándolo como Rey, anunciando la paz y la justicia como valores del Reino, lejos de ser el guerrero montado en un hermoso caballo y seguido de un ejército poderoso y victorioso: Él no puede ser rey. Los que esperaban la purificación del sistema religioso se sintieron defraudados cuando vieron que el nazareno lejos de acabar con los pecadores y asumir el control del Templo se dedico a perdonar pecados anunciando la misericordia y el amor como los sentimientos más profundos del Padre. Y por ello decidieron exterminarlo colgándolo en la cruz.

Sólo los marginados excluidos, los pecadores y enfermos, las mujeres y los niños, los desnudos, sedientos y hambrientos, fueron quienes reconocieron en Jesús al Mesías Juez que venía a restablecer la fe, la esperanza y la caridad para construir su Reino, donde todos tienen cabida; reconocieron en Él al pastor que los llevó a los pastos y fuentes abundantes, ungió y vendó sus heridas y les hizo justicia. Así, el Reino de Dios es muy distinto a los reinos humanos, el reinado de Cristo nada se parece a los reinados de este mundo; lejos está de las coronas, los cetros, los tronos y las capas de armiño; cerca se encuentra del cayado del pastor, de la toalla a la cintura, y del canasto de pan que se comparte; lejos está del poder, la fuerza, la violencia; cerca se encuentra de la verdad, la vida, la santidad, la gracia, la justicia, el amor y la paz (prefacio de la solemnidad).

2. «Vengan benditos de mi Padre; tomen posesión del Reino preparado desde la creación del mundo» (Mt 25,31-46. 

 

La escena que nos narra el evangelio es bastante dramática, nos lleva a asistir a un juicio donde Jesús es el juez y nosotros los procesados. ¿De qué somos acusados? No hay tal acusación, se trata de discernir si somos merecedores o no del Reino de Dios. ¿Cuáles son los criterios por considerar para tomar tal decisión? Jesús centra todo en la práctica del amor apoyada de la fe y la esperanza. 

 

Jesús permite la entrada al Reino a quienes han practicado la caridad fraterna, a quienes han vivido amando a sus hermanos, no sólo de palabra sino de obra, y al amarlos a ellos, lo han amado a Él también; su esperanza los ha mantenido vigilantes, como las doncellas prudentes de la parábola, para estar atentos a la aparición del Señor en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados dándoles atención, y su fe los ha llevado a actuar sin esperar nada, invirtiendo sus talentos para hacerlos fructificar como los siervos de la parábola, por eso se sorprenden al ser reconocidos y alabados por el Señor. Estos son como los que esperaban al Rey Juez, que viene a hacer justicia y reestablecer los derechos fundamentales de los oprimidos y necesitados, según lo querido por Dios. 

Jesús excluye de entrar al Reino a aquellos que no han sabido practicar la caridad fraterna, a quienes no han vivido amando a sus hermanos, y al no amarlos a ellos, no lo han sabido amar a Él; su falta de esperanza los ha llevado a olvidar que el Señor se puede presentar en cualquier momento; por ello se han quedado dormidos y no han visto llegar al Señor en los hambrientos, sedientos, desnudos, enfermos y encarcelados y les han dado la espalda negándoles su atención; su falta de fe los ha hecho pensar que lo merecen todo y no necesitan hacer nada, han ocultado su talento para asegurarlo como el siervo de la parábola, por eso se sorprenden al no ser reconocidos y alabados por el Señor. Estos son como los que esperaban al rey que los pondría en su séquito, por encima de los demás.

El desenlace nos deja ver que el juicio es justo, pues para participar de la vida eterna es menester demostrar con nuestros actos que estamos dispuesto a vivir en ella, ya que, quien en la vida cotidiana no ha aceptado a Jesús en los más pequeños, no puede pretender encontrarlo en su gloria, quien no lo ha acogido en los necesitados no puede esperar experimentarse como necesitado de acogida, quien no ha practicado el amor, la justicia, la solidaridad, la fraternidad, no puede esperar entrar en un Reino donde esos valores imperan, porque simplemente sería una incongruencia y Dios siempre ha sido congruente esperando de nosotros la misma actitud, pues no se puede asegurar que se tiene fe si esta no nos lleva a tener la esperanza de que en nuestros actos concretos se debe expresar el amor. 

3. «Y así Dios lo será todo para todos» (1Cor 15, 20-26. 28)

Esta expresión de Pablo, tomada de la segunda lectura, nos habla de la invitación de Dios a reinar con Él. Y no podemos esperar ser reyes distintos a Él, sino a ser todo en Él, cuando la creación entera, los hombres de todos los tiempos, nos sometamos a su amor misericordioso y vivamos de acuerdo con su plan maravilloso.

Pablo nos invita a comparar a Adán y a Cristo, pues uno a sido la causa de la perdición y otro la de la salvación, uno nos trajo la muerte y el otro nos trajo la vida. Cristo es el arquetipo de Ser humano, el perfecto hombre, que ha encontrado el equilibrio justo entre el amor propio, el amor a los hermanos y el amor al Padre, pues sin perder su libertad se ha sometido a su voluntad reconociéndolo como absoluto Rey y soberano de todo, renunciando a reinar Él mismo por su cuenta, y ha alcanzado así la plenitud redimiendo nuestra condición humana, y por ello ha llegado a ser constituido auténtico Rey junto al Padre; Jesús es el sueño del Padre para la humanidad, pues espera que cada uno en su individualidad alcance a reflejar en si la imagen del Hijo, siendo así auténticamente sus hijos. 

Adán es el prototipo de ese ser humano, llamado a vivir en la perfecta amistad de Dios, pero desafortunadamente pervirtiendo su libertad se entregó a sus deseos alejándose de la voluntad de Dios, constituyéndose en un rey alterno a Dios para vivir de acuerdo a sus deseos que sólo lo llevaron a la ruina y con ello a la muerte, sometiendo a la creación y a sus hermanos a sus caprichos, quedándose así en la más absoluta miseria aun cuando estaba lleno de oro y telas finas; el prototipo falló, pues no llegó a ser como el arquetipo, sin embargo, Dios no destruye su obra sino que le da una nueva oportunidad; sólo cuando Adán renuncie a ser rey a su estilo y decida reinar de acuerdo al estilo de Dios logrará ser auténtico Rey, a imagen de Cristo, quien así podrá entregar el Reino restaurado a su Padre y recuperar la historia truncada por el pecado en el Edén. 

Cada uno estamos llamados a dejar de ser como Adán y ser como Jesús, ser reyes al estilo de Cristo, reyes pastores que reinen en su Reino cuidando de vivir en la fe, la esperanza y el amor, cuidando y protegiendo a los hermanos, cumpliendo la ley de Dios y ayudando a que otros puedan sentirse también reyes en Cristo. 

Podríamos preguntarnos: ¿Qué tipo de Reino esperas tú? ¿Un reino de “libertad” conquistada a base de violencia? ¿Un reino de “santidad” conquistado a costa de condenas y exclusión? ¿O un Reino de acuerdo con el plan de Dios en justicia, misericordia y fraternidad? ¿Qué tipo de Rey esperas que sea Jesús? ¿Un rey “guerrero” que acabe con tus enemigos? ¿Un rey “sacerdote” que ofrezca sacrificios por tus pecados para que puedas seguir cometiéndolos? ¿O un auténtico Rey que te ayude a alcanzar la salvación y el perdón que tanto necesitas? ¿Cómo quieres reinar con Jesús? ¿Realmente eres merecedor de su Reino? ¿Realmente es tu Rey?

El gran reto es dejar de luchar por ponerle corona, capa y cetro a Jesús, y dejarlo ser un rey a su manera, para así dejar de soñar que somos reyes de corona, capa y cetro, comenzandoa actuar como Él, ciñéndonos la toalla a la cintura, tomando el callado de pastores en una mano y el canasto con el pan en la otra, y así reinar auténticamente con Él. Sólo así podremos elevar nuestro grito de victoria que tendrá autentico sentido: ¡Viva Cristo Rey!

El resto de la reflexión depende de ti. 

 

Feliz fiesta y bendecida semana. 

 

Daniel de la Divina Misericordia C.P.

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